¿Por qué escribir poesía en el siglo XXI?
• Martes 11 de agosto de 2015
¡Compártelo en tus redes!
BNF
Sello cilíndrico “Gilgamesh domando un toro”. Siria, siglo XVII
antes de Cristo.
No por repetida siglo tras siglo —con toda probabilidad— la
pregunta deja de ser atinente.
Las respuestas han sido muchas, porque la poesía es el género
literario más antiguo de todos, el primero, el que dio origen a todos los
demás. El registro más añejo de la escritura se conserva en el Museo Británico
y es un libro de poesía: el Cantar de Gilgamesh, datado para algunos en 4.000 años. Cincuenta y tres tabletas
de arcilla o, mejor dicho, fragmentos de ellas, cubiertos de escritura
cuneiforme, del tiempo en que se ponían los cimientos de las pirámides y los
europeos cazaban jabalíes en lo que hoy es la Place de la Concorde. La poesía
ya existía desde antes de ese evocado registro escrito, seguramente, y se
trasmitía y era consecuentemente deformada por tradición oral, como siglos
después del anónimo autor de Gilgamesh todavía se haría en Grecia. Una teoría
sobre su origen dice que devino de los cánticos religiosos, con lo que tendría
entonces un doble origen: uno musical, que arrastraría a formar palabras que
acompañaran la melodía, para expresar lo que sentía el que cantaba, y otro puramente
verbal, el que prefieren otros, quienes identifican el punto de partida de la
poesía con ese hipotético pero suponible momento en que aquello que se hizo
para ser cantado comenzó a ser repetido sin acompañamiento musical alguno. Se
puede imaginar que la poesía se originó en ambos momentos, sin mayor
contradicción: ya era poesía cuando se acompañaba la modulación de esas
palabras con sistros o flautas dobles, y se consolidó como tal cuando fue
posible declamarla con o sin instrumentos. Plástica y adaptable como es, capaz
de diversificarse en múltiples géneros y subgéneros, debe de haber perdurado su
forma cantada junto a la recitada, incluso después de haber adoptado otra forma
de expresión, que ya fue la escrita. Entonces servía para lo que sirven todas
las fórmulas religiosas, para conjurar el miedo del hombre a cuanto lo rodea.
Tendría las mismas propiedades que una fórmula mágica; esto es, modificar la
realidad para quienes creen en ella, modificar el estado de ánimo de quien la
lee o recita, para nosotros, los contemporáneos.
La pregunta por el sentido de un género literario nunca proviene
de quienes lo cultivan, sino de quienes lo observan.
Sin embargo, más allá de estas propiedades curativas, poseía
como ya dijimos, en germen, todos los otros géneros literarios en su
textura. Textus llamaban los romanos a los tejidos, las tramas hechas de
varios hilos, y de allí viene nuestro vocablo texto. Los hilos de la poesía
contenían la narrativa, pues ella no sólo servía para una función lírica —en su
primera acepción, algo hecho para ser cantado con el acompañamiento de una
lira— sino también para referir sucesos, y no exclusivamente los fabulosos.
Ello nos conduce a una incipiente ensayística, por ejemplo, en La Teogonía, de Hesíodo, escrita
siete siglos antes de la era cristiana, un “ensayo” sobre el origen del mundo,
que se suma a los 800 versos de Los trabajos y los días, del mismo autor, un extraordinario poema
y, además, un tratado completo sobre agricultura (aunque no sea éste su mérito
mayor).
En Occidente, y con el paso del tiempo, la poesía se despojó en
la mayoría de los casos de todo residuo teológico y se afirmó como género en sí
mismo, dotado de una gran independencia y poseedor de una prolongada tradición
propia, como dijimos, la más antigua —y la más desarrollada— de todas las que
conforman la literatura.
La pregunta por el sentido de un género literario nunca proviene
de quienes lo cultivan, sino de quienes lo observan, y aunque el poeta
contemporáneo puede serlo y además ser un estudioso del mismo género que
practica, no por ello la condición de inquietud respecto del fin último del
género deja de ser, primeramente, exterior al objeto en torno al que se
constituye la pregunta.
En épocas no tan lejanas como los tiempos de Hesíodo, como el siglo
XVII o el XIX, por ejemplo, Shakespeare o Baudelaire no pensaron en el sentido
de escribir poesía, sino que la escribieron sin más ni más. Posteriormente el
avance del pensamiento lógico se extendió —felizmente, desde luego— hasta la
indagación del sentido de todas las actividades del hombre y allí fue,
entonces, que comenzamos a pensar en las cuestiones que tienen que ver con la
posibilidad o no de ejercer ciertas y determinadas cualidades de la mente
humana, cuando las circunstancias en que se originaron y desarrollaron han
variado y hasta se ofrecen —real o aparentemente— como adversas a su
continuidad. Por ejemplo, la posibilidad de escribir una ópera en 2007, cuando
este género musical data de 1597, cuando el estreno de Dafne, por Jacopo Peri, ante un
círculo de ilustres humanistas florentinos. ¿Ha envejecido la ópera como género
musical? Posiblemente la respuesta es sí, y las razones muchas, pero ello no
quita que haya gente que insista en el placer de escuchar ópera e inclusive
lleve su empecinamiento hasta el inicuo acto de molestarse en ir a un teatro
para asistir a su representación. Personas que coleccionan CDs y DVDs de ópera,
que están suscritas a revistas y boletines web que informan sobre ópera. Gente
que mañana, cuando la holografía le permita montar los cuatro actos de Carmen, de Georges Bizet, en
el living de su casa, lo hará y hasta invitará a sus amigos a esa función de
fantasmas tecno.
Creo que el mundo que engendró la ópera, y antes de ella la
poesía, cambió más en detrimento de la primera que de la segunda, porque en el
caso de la poesía ésta se ha mostrado más permeable y efectiva para mostrar los
cambios sucedidos en el espíritu humano que la ópera. Es decir, que ha podido
absorber —como lo hizo ya durante toda su historia anterior— esas
modificaciones ocurridas en aquello que es su origen y a la vez su
destinatario: como gustaba decir Paul Eluard, “lo mejor de nosotros”.
Sugerida la posibilidad de que en el transcurso del corriente
siglo la poesía sea capaz de asimilar y transformar en materia propia cuanto le
siga sucediendo al hombre (como lo viene haciendo, por lo menos, desde hace 4
milenios), nos queda el enigma de sus posibilidades de expresión, que me animo
a suponer que serán tan variadas como impensables. Del mismo modo que era
inimaginable el escándalo Dadá en tiempos de Paul Verlaine, pero se produjo en
Zúrich apenas dos décadas después de su muerte. El mundo había cambiado y la
expresión de la poesía también, pero hoy nadie puede negarle a las Fiestas galantes del desgraciado
Verlaine la misma condición de texto integrante de la tradición poética
occidental que posee La primera aventura celestial del señor Antipirina, de Tristan Tzara.
Lo seguro es que cambiarán —como sucederá también para la
música, la narrativa, la arquitectura, el cine, etcétera— obviamente el soporte
y el formato tecnológico de la poesía. De hecho, el siglo incipiente ya nos lo
muestra con el avance de los medios de que dispone la poesía contemporánea para
llegar a lectores y autores. Internet se transformó en un aliado que hay que
agradecer, pues permite que cualquier verso (sea un endecasílabo o un
hexámetro, lo mismo da) pueda ser leído en cualquier sitio del mundo en
segundos, desde que pulsamos “enviar”. Este mundo a recorrer por la poesía, a
través de medios mucho más veloces que las revistas impresas del siglo pasado,
seguramente le brindará otras posibilidades, pero ya rompió los límites que
imponían no sólo el tiempo y el espacio, también los lobbies de los mass media que controlaban el
acceso de los poetas al lector han sido lesionados por el avance tecnológico.
Si antes un poeta no “existía” en tanto y en cuanto no era adoptado por un
lobby que controlaba la difusión de los textos a través de una publicación
gráfica, la explosión de medios de llegar a lectores y autores por Internet ha
despojado de buena parte de su poder a estas mutuales del pretendido “buen
gusto” literario, erigido en razón primordial cuando no ha sido siempre otra
cosa que un eufemismo para operar la restricción y el privilegio, no manejados
por la calidad sino por la conveniencia. Yo nací entre ambas épocas y como
muchos de mis mejores compañeros de generación, sé muy bien a qué me refiero.
Entonces, si la poesía puede ser que se adapte a representar los
sucesos, cambios y transformaciones que se irán produciendo en el espíritu
humano, en concordancia con los que tendrán lugar en el dilatado espacio/tiempo
de este siglo que recién cuenta unos años, y además, algunos de esos cambios
—los tecnológicos— es probable que todavía le proporcionen más y mejores medios
de difusión que todos los anteriores… ¿no es nuestra época actual y lo serán
las que la sigan en la secuencia futura, unos momentos muy interesantes para,
precisamente, escribir poesía?
No hay comentarios:
Publicar un comentario